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El andamiaje jurídico bélico: política penal sobre drogas e introducción de las figuras del arrepentido y agente encubierto en Argentina

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Un recorrido sobre los convenios internacionales prohibicionistas, y un análisis sobre las técnicas con las cuales se introdujo legislación penal de emergencia en Argentina, utilizando como mascarón de proa a “La guerra contra las drogas”, proyectando esta caracterización bélica hacia un campo mucho más amplio de intervención en el ámbito del derecho penal y procesal penal. 

Por Fernando J. Sande, Abogado (UBA), Especialista en Derecho Penal (Universidad Torcuato Di Tella), Magister en Criminología, Política Criminal y Sociología Jurídico Penal (Universitat de Barcelona), Funcionario del Ministerio Público de la Defensa CABA.

  1. La construcción social e institucional de las drogas como flagelo.
  2. El andamiaje jurídico-legal prohibicionista.
  3. La presión internacional. El caso Argentino.
  4. La primera introducción de la legislación emergencia en materia de drogas. Ley 24.424.
  5. La masificación de las técnicas bélicas. Conclusiones.

Introducción.

Sustancias que generen ciertos efectos psíquicos y físicos (lo que hoy mal-agrupamos en el concepto de drogas) han existido desde tiempos inmemoriales, y en todas partes alrededor del globo (Escohotado, 1996). Sin embargo, durante el siglo XX se ha construido un andamiaje jurídico-penal, de características globales, que prohíbe una serie de sustancias en base a una construcción social que radica en caracterizar a las mismas como un flagelo. La elección de la nómina de sustancias prohibidas se realiza, tanto a nivel global como a nivel estatal con criterios abiertamente arbitrarios. La línea que divide lo legal de lo ilegal, tiene más que ver con la funcionalidad político-económica de la prohibición particular, que con alguna característica especial de la sustancia que afecte a la salud de las personas.

En este trabajo, abordaré los elementos de la construcción social del “flagelo de las drogas”, se hará un recorrido sobre los convenios internacionales prohibicionistas, y luego se analizarán las técnicas con las cuales se introdujo legislación penal de emergencia en Argentina, utilizando como mascarón de proa a “La guerra contra las drogas”, proyectando esta caracterización bélica, con posterioridad, hacia un campo mucho más amplio de intervención en el campo del derecho penal y procesal penal. Por último, se analizará cómo a partir de la utilización de ciertas herramientas emergen nuevas formas de neo-colonialismo.

  1. La construcción social e institucional de las drogas como flagelo.

Sustancias que se utilicen con fines recreativos es un hecho social que data desde tiempos inmemoriales. Escohotado cuenta en el inicio de su obra “Historia elemental de las drogas”, que la primera noticia en torno del opio aparece en el tercer milenio antes de Cristo; los primeros restos de la fibra de cáñamo surgen en China aproximadamente en el año 4000 a.C.; en Europa occidental ya en el siglo VII a.C. los celtas exportan cáñamo, y en esos momentos dicha cultura conoció su empleo como droga (Escohotado, 1996).

Sin embargo, desde principios del siglo XX, con argumentos pretendidamente científicos, se ha construido un imaginario en el cual las drogas, son uno de los grandes problemas de la humanidad y, a la par, también se construyó una respuesta única a ese flagelo: el sistema penal. Por otra parte, a partir del prohibicionismo, existen datos certeros de que el consumo aumentó decididamente (Barriuso, 2000) lo que permite vislumbrar la conveniencia político-económica del prohibicionismo, no sólo para los que operan en el mercado ilegal, sino para todos los dispositivos securitarios que se generan en torno de esas operaciones y el trabajo que genera en las agencias policial y judicial.

En 1921, el Journal de la Asociación Médica Americana publicó un editorial en el que afirmaba lo siguiente: “’La prensa corrompe de modo deliberado y sistemático a la opinión pública, presentando el vicio de ciertas drogas como si fuese una enfermedad’. Querer curar un vicio llamándolo enfermedad y delito; vestida de benevolencia y orientación científica, la práctica de combatir el dolor de algunas personas ilegalizando sus mejores remedios delata crueldad y superstición”. (Escohotado, 1996: 110).

Desde aquel entonces hasta aquí, hubo una sostenida campaña hegemónica para implantar el prohibicionismo a nivel global, mientras que los discursos que sostienen ideas como la recientemente expuesta, son acusados de favorecer al narcotráfico. Veremos más adelante si el principal sostén del narcotráfico es el propio prohibicionismo, y no las líneas de discurso crítico que pretenden romper con la (no) discusión hegemónica de la temática. En el marco de esta construcción del flagelo, Baratta destaca cuatro elementos que caracterizan esta realidad construida en torno del tema drogas:

“a) la relación necesaria entre consumo de droga y dependencia (y la evolución necesaria desde la dependencia de las drogas blandas a las drogas duras); b) la pertenencia de los toxicómanos a una subcultura que no comparte el sentido de la realidad propio de la mayoría de los ‘normales’; c) el comportamiento asocial y delictivo de los drogodependientes, que los aísla de la vida productiva y los introduce en carreras criminales; d) el estado de enfermedad psicofísica de los drogodependientes y la irreversibilidad de la dependencia. Sin embargo, los conocimientos científicos nos muestran que esta imagen no corresponde a la realidad: en relación a lo que ocurre cuando se consumen drogas ilegales, los elementos que la componen representan más bien la excepción que la regla.” (Baratta, 1991: 49).

Sobre este andamiaje teórico, y pretendidamente científico, se asienta la normativa internacional prohibicionista, que analizaré a continuación.

  • El andamiaje jurídico-legal internacional prohibicionista.

Para construir este imaginario se han elaborado diversos estamentos que se han interconectado entre sí; pero la pata fundamental de esta construcción no cabe duda que ha sido el andamiaje jurídico-legal internacional prohibicionista, que se compone de diversas convenciones internacionales. Si bien en el impulso de este paradigma el rol de Estados Unidos fue central, no es posible señalar que este imperio inventó el prohibicionismo (Mansilla, 2014) sino que, en todo caso, ejerció una fuerte presión internacional por transformar prácticas imperiales previas tendientes al control y la prohibición en normas de carácter internacional.

El primer acuerdo entre Estados que dio origen al prohibicionismo tuvo lugar en los inicios del Siglo XX: la “Convención Internacional del Opio” firmada en La Haya, Países Bajos en 1912. Luego de las dos guerras mundiales que tuvieron lugar en la primera mitad del siglo XX, con la creación de la Organización de las Naciones Unidas, comienza a tomar forma el prohibicionismo global, tal como hoy lo conocemos quedando plasmado en tres convenciones internacionales de esa Organización: las de 1961, 1971 y 1988.

Si bien ya con anterioridad a 1961 el prohibicionismo venía tomando cuerpo, la primera convención de Naciones Unidas es la que se sustituye los instrumentos y tratados previos y se unifica el régimen de fiscalización internacional. En este documento se elaboran cuatro listados de sustancias a las que se agrupa con la denominación de estupefacientes. El objetivo declarado de la Convención es “limitar el cultivo, la producción, la fabricación, exportación, importación, distribución, el comercio, el uso y la posesión de estupefacientes a usos médicos y científicos, con un enfoque específico en las sustancias derivadas de plantas: opio-heroína, coca-cocaína y cannabis.” (Ambos – Nuñez, 2017: 29).

La cantidad de sustancias que abarcaba ese primer instrumento, fue luego ampliada en 1971 con el Convenio de Sustancias Sicotrópicas a estimulantes, sedantes y alucinógenos, así como en la Convención anterior también se elaboran cuatro listas con diferentes grados de control, mientras que su clasificación “está relacionada con la dependencia que crean las propiedades de las sustancias, el nivel de abuso potencial de las mismas y su valor terapéutico (…) La Convención también contiene algunas disposiciones de carácter penal que, en esencia, son similares a las de la Convención de 1961.” (Ambos – Nuñez, ídem: 30).

No es sino hasta la sanción de la Convención contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Sicotrópicas de 1988 donde la represión al consumo y tráfico de ciertas sustancias merece un tratamiento exclusivamente penal; “impone a las partes la plena obligación de penalizar conductas tradicionalmente relacionadas con el tráfico de drogas; suma nuevas modalidades delictivas, como el blanqueo de capitales; prevé, por primera vez, disposiciones penales específicas para la adquisición, la posesión y el cultivo para consumo personal; y regula con bastante detalle diferentes supuestos de la asistencia judicial.” (Ambos – Nuñez, ibídem).

En esta línea, esta Convención genera organismos específicos para supervisar el cumplimiento de los tratados, y como vengo sosteniendo, penalizar las conductas previstas en la Convención es una obligación para los firmantes del tratado, y los Estados que así no lo hicieran, les podría caber responsabilidad internacional. Las tres convenciones se asientan sobre un presupuesto marco: que la supresión (y, por ende, su castigo penal) de la oferta y la demanda de una serie de sustancias, tendrá efectos positivos en la salud y el bienestar de la humanidad.

Habiendo transcurrido treinta años desde la sanción de aquélla Convención, es posible afirmar que este paradigma generó un aumento en el consumo y el comercio; mientras que por otra parte el prohibicionismo relega a múltiples sujetos vulnerados hacia dentro de los muros del sistema penal y, en los países productores, genera nefastas consecuencias en términos de violencia institucional, cultural y social. En este sentido, Miró afirma: “el mercado de la droga no se ha reducido ni en su volumen ni en el porcentaje de usos problemáticos. Por el contrario, en los últimos años el número de usuarios de drogas se ha incrementado.” (Miró, 2014: 154). En el mismo artículo, se señala el intenso daño social que genera el prohibicionismo;

“Estados Unidos endureció sus leyes y empezó a destinar enormes recursos económicos para erradicar toda la actividad relacionada con la producción, comercio y venta de la droga, no sólo en su propio territorio, sino en todo el planeta, en algunos casos incluso con presencia militar efectiva, como en Latinoamérica. Asimismo, financiaron gobiernos, grupos insurrectos y policías especializadas, también ejércitos. En el plano comercial, condicionaron su política aduanera y sus relaciones económicas con los países al estricto cumplimiento de las recetas estadounidenses respecto de la lucha contra las drogas. En algunos casos, estas recetas implicaban la eliminación de cultivos mediante fumigaciones de productos muy contaminantes. Las organizaciones que operaban en el mercado de las drogas ilegales tuvieron que adaptarse a las nuevas circunstancias y reaccionaron dotándose asimismo de más recursos y recurriendo a la violencia cuando era necesario.” (Miró, 2014: 157).

2. La presión internacional. El caso Argentino.

En el marco de la sostenida presión imperialista por sumar países a la Cruzada contra las drogas, en el año 1992 Argentina aprobó, a través de la ley 24.072, la Convención de las Naciones Unidas contra el tráfico ilícito de estupefacientes, que en su artículo 2do señala “el propósito de la presente Convención es promover la cooperación entre las Partes a fin de que puedan hacer frente con mayor eficacia a los diversos aspectos del tráfico ilícito de estupefacientes y sustancias sicotrópicas que tengan una dimensión internacional”.

Con posterioridad, en el año 1995, Argentina sancionó la ley 24.424, que no sólo continuaría con la política prohibicionista ya vigente desde mucho antes, sino que esta ley incorporará herramientas de emergencia, que se presentan como necesarias en aras de lograr la eficacia, el triunfo, en el marco de la guerra contra las drogas previamente declarada por Richard Nixon. Para contextualizar los discursos que rodeaban la sanción de la ley 24.424, (con la que se reformó la ley 23.737, que es la que penaliza los diversos delitos vinculados a la tenencia, producción, cultivo y comercio de estupefacientes) vale la pena verificar qué se decía al respecto en el campo penalístico. En un texto editado un año después de la sanción de la ley 24.424, se expresa, respecto de la narcocriminalidad, lo siguiente:

“Se trata de una modalidad delictiva con un alto grado organizativo, convirtiéndose en una verdadera criminalidad organizada, que trasciende del ámbito policial para penetrar en el campo político e internacional; ya no se trata de combatir al que tenga en su poder un estupefaciente, sino en perseguir a aquel que lo produce y lo distribuye, lo cual implica hacer frente a sofisticadas organizaciones delictivas, que cuentan con los suficientes recursos técnicos y humanos para burlar la acción de la justicia. Esta narcocriminalidad se ve favorecida por el alto número de consumidores, que se va incrementando día a día en todo el mundo, como un moderno flagelo que parece no tener remedio.” (Edwards, 1996: 15).

Vemos cómo se verifican una serie de puntos centrales: la construcción de un nuevo sujeto delictivo apuntado: sofisticadas organizaciones con recursos técnicos y humanos; y el tema drogas visto como un flagelo, una situación anómala que los ciudadanos de bien no pueden tolerar. Más adelante, en la misma obra, el autor señala que:

 “A su vez, la experiencia mundial indica, con toda su crudeza, que esta criminalidad organizada tiene profundas relaciones a nivel político; la prensa internacional nos ilustra sobre los casos en que la narcocriminalidad llega a financiar el funcionamiento de partidos políticos o de campañas políticas, con el consecuente compromiso que ello genera, lo cual evidencia la confusión entre esta forma de delincuencia y ciertos sectores políticos.” (Edwards, ibídem).

De esta manera vemos que otro de los factores que se tienen en cuenta para verificar la actualidad del tema, es su vínculo con integrantes de la esfera política. Veremos si las herramientas propuestas son coherentes con esta característica.

La piedra de toque utilizada para generar herramientas de emergencia, fue la eficacia. Esto desde qué es lo que se propone el Estado: ser eficaz, pero en un contexto de guerra. El discurso bélico, sin embargo, había sido propiciado intensamente en la década de los ’60 por el presidente de EE.UU. de Norteamérica Richard Nixon: “La administración Nixon jugó un papel crucial en el lanzamiento global de una “guerra a las drogas,” un tipo de aproximación que llevaba al paroxismo el paradigma prohibicionista al sostener la necesidad de coartar la producción y venta de ciertas sustancias para así poder contener el consumo” (Manzano, 2014).

Argentina, tanto en gobiernos democráticos como dictatoriales, acompañó la penalización de sustancias y el paradigma prohibicionista. Es en el año 1995 cuando por primera vez se incorporaron institutos al derecho penal sustantivo, y procesal penal, que modifican el prisma de justicia pensado por el derecho penal liberal. Mediante la introducción de las figuras denominadas “arrepentido” y “agente encubierto”, en definitiva, se está mezclando ya de manera inseparable, el campo de lo político con el comercio de las drogas.

Primero se reconoce la introducción de la política en este comercio, y luego se le permite al ejecutivo infiltrar agentes en las organizaciones y generar herramientas para torcer la voluntad de los detenidos, convirtiéndose en delatores: veremos luego si estas herramientas tuercen definitivamente el derecho penal, hacia un derecho penal bélico; y entonces la promesa de temporalidad se esfuma por siempre.

3. La primera introducción de legislación de emergencia, con el argumento de la guerra contra las drogas. Ley 24.424.

En el año 1995 se sancionó la ley 24.424, con la que se consagró el ingreso de los delatores y agentes encubiertos al derecho penal argentino. Es interesante destacar cuales fueron algunos de los argumentos utilizados en ese entonces en los fundamentos del proyecto de ley presentado a la Cámara de Diputados de la Nación:

“El volumen de la organización comprometida en la sucesión ‘lavado de dinero – aprovechamiento económico’ es sustancialmente inferior al tamaño de todo el resto de la organización comprometida en la distribución, producción y comercialización de la mercadería. Ella suele ser una organización celular pequeña, de difícil detección, pero mucho más sencilla de desbaratar una vez que ha sido localizada. En este eslabón de la cadena es donde se produce la influencia que deteriora la acción ejecutiva, legislativa y judicial contra el narcotráfico a través de la corrupción de sus integrantes. Apuntar a destruir esta pieza del circuito es la inversión más eficaz en el combate del narcotráfico (…) el empleo de modernas instituciones jurídicas nos ha de brindar los mecanismos indispensables para procurar la defensa del sistema de vida que decididamente hemos adoptado: la libertad en democracia.” (Diario de Sesiones, 1993: 3942).

En el proyecto se describe la actividad de lavado de dinero, principalmente, pero luego se dan los fundamentos acerca de porqué los delatores y los agentes encubiertos podrían permitir una política eficaz, en términos de políticas prohibicionistas de drogas. Otro punto que vale la pena destacar es que también se alude a las conexiones políticas de las organizaciones, en tanto se manifiesta:

“Las conexiones internacionales, el poder económico, e inclusive la influencia política con que cuenta el narcotráfico, determinan la insuficiencia de los procedimientos penales ordinarios para hacer frente a los delitos de la gravedad y complejidad de los previstos en la ley 23.737. (…) La experiencia señala que sin informaciones brindadas por los propios miembros de las organizaciones vinculadas al tráfico de estupefacientes, o al lavado e inversión de las divisas que éste produce, se hace muy difícil desbaratar la organización en su conjunto. La legislación actual no brinda ningún incentivo a las personas imputadas o procesadas por delitos vinculados al narcotráfico para brindar información relevante que pueda ser utilizada para avanzar en la investigación sobre otros miembros de la organización, o sobre otros delitos de los que la persona en cuestión pueda tener conocimiento. (…) La experiencia comparada muestra que mecanismos como el que proponemos en la presente ley han sido de mucha utilidad en otros países para producir importantes avances en la lucha contra el narcotráfico.” (Diario de Sesiones, 1993: 3945).

Es paradójico que por un lado se advierta que estas organizaciones criminales tienen contacto con el poder político mientras que, por otra parte, se admita al poder político que disponga de agentes encubiertos en las organizaciones, aumentando evidentemente su influencia en este comercio. En este sentido, habiendo pasado más de veinte años de esta reforma, en nuestros días cada vez son más los policías encausados por delitos vinculados a las drogas.

Si se analiza básicamente la estrategia, esto parece una consecuencia esperable, y ya no tanto como una excepción, sino como una dinámica propia de este comercio ilegal: la policía tiene un papel fundamental, y preponderante, en la administración de sujetos que están involucrados en el comercio. Dada esta característica, ¿puede seguir sosteniéndose que estas son herramientas eficaces para la persecución penal de narcotraficantes? Entiendo que no, que lo que la experiencia sí ha dejado claro, es que estos mecanismos implican desdibujar la supuesta línea divisoria entre criminales/policías, y esto es una consecuencia esperable de este tipo de legislaciones, me refiero a la figura del agente encubierto. Los problemas de la otra figura que analizaré más adelante son otros, muy diversos de los que plantea el agente encubierto; es la figura del arrepentido.

Resulta un dato llamativo que, para esa altura de los años ’90, Argentina no vivenciaba una situación particularmente intensa en relación a la temática de drogas; nada que pueda compararse con el fenómeno de la heroína que tuvo lugar en la España de los ochentas, por ejemplo. Sin embargo, ya desde los años ’70 existía una manifiesta intención estatal de crear el problema de la droga. En este sentido, Manzano afirma que:

“A diferencia de lo sucedido en Perú y Colombia en las décadas de 1970 y 1980, la particularidad de la versión argentina de la “guerra contra las drogas” se basó en el “blanco”: antes que el tráfico y la distribución, interesaban quienes se representaban como los consumidores por excelencia, esto es, jóvenes cuyas opciones políticas y estilos de vida cuestionaran dimensiones de la vida familiar, cultural y política. El marco legislativo instaurado en 1974 permitía “contener”, a partir de la vigilancia, el horizonte de la prisión y el mandato de tratamiento obligatorio, a todos aquellos que se encontraran en posición de ser concebidos como toxicómanos, “reales” o potenciales. La sanción de esa legislación, y el avance del discurso prohibicionista que anudaba sentidos de juventud, desorden y subversión, precedió a la imposición de la última dictadura militar y, a su manera, contribuyó a diseminar un clamor de “orden”.” (Manzano, 2014: 75).

Si bien la normativa específica para la represión a las personas que consumen drogas se agravó en los años ’70 (ley 20.771), no fue sino hasta el año 1995 que este problema, sirvió para introducir en la legislación nacional elementos de un derecho penal bélico. Esta caracterización la denomino así, porque con la introducción de los agentes encubiertos y los delatores, se tuercen por completo los principios de un Derecho Penal liberal, para pasar a uno que habilita mecanismos tortuosos, para que los implicados brinden información al Estado.

En este sentido, Rivera y Nicolás Lazo, cuentan que “ha sido la normativa sobre arrepentidos la que con más fuerza terminaría por cambiar profundamente el carácter de la legislación penal y de sus principios inspiradores. En efecto, fue ésta la tendencia legislativa que trastocó los cimientos de un Derecho penal ‘de acto, del hecho’, a los de un Derecho penal ‘de autor’”. (Rivera/Nicolás Lazo, 2005: 245).

Centran dicha afirmación en los siguientes puntos:

  • El cálculo que debe hacer el infractor de la medida de su delación, en relación con los beneficios que se le otorgarían. Se busca el cambio de bando del infractor a cambio de una remuneración judicial o negociada judicialmente.
  • Se instrumentaliza al imputado para utilizar su confesión contra sus excompañeros delatados.
  • El infractor pasa de imputado a testigo.

También en línea con las críticas recientemente expuestas, Ferrajoli respecto de esta clase de mecanismos afirma que

“…la confesión y, sobre todo, la colaboración mediante la denuncia de los copartícipes funcionan de hecho como resultados no sólo procesal sino también penalmente relevantes. Con sus revelaciones, forma filas con la acusación y da la prueba visible y cierta, más que de su culpabilidad o de la de sus compañeros, de su elección de campo anticriminal. De este modo, el proceso se convierte en el lugar en que no sólo (o no tanto) se comprueba sino que (o como) se constituye directamente el presupuesto sustancial de la pena; donde no sólo se prueba sino que se pone en práctica directamente y se define el carácter de ‘amigo’ (arrepentido, disociado o similares) o de ‘enemigo’ del imputado según se ponga o no de parte de la acusación frente a la defensa (…) Evidentemente, tras esta subjetivación del tema del proceso todas las garantías procesales básicas (…) terminan despojadas de sentido.” (Ferrajoli, 2011: 822).

Más allá de las críticas axiológicas sobre las que se podría ahondar mucho más, lo que me interesa destacar aquí en el plano argentino, es que a mediados de los ’90, si bien se ampliaba el consumo de cocaína (en línea con una tendencia mundial), lo cierto es que no había elementos que permitan deducir que era necesario romper con el sistema tradicional del derecho penal y procesal penal para perseguir a las organizaciones vinculadas con la venta y distribución de sustancias.

Tan sólo con hacer un repaso sobre cómo estos institutos luego se ampliaron a otro grupo de delitos, se vislumbra que pudo haber sido una estrategia que luego ampliaría su utilización hacia muchos otros campos, lo que a mi entender, en la actualidad, ya termina de configurar un derecho penal que en nada respeta los principios tradicionales.

4. La masificación de las técnicas bélicas. Conclusiones.

En el año 2000 se amplió la utilización de esta metodología a los delitos de terrorismo (Ley 25.241); en el 2003 hacia los delitos de secuestros (Ley 25.742); en el 2008 respecto de los delitos de trata de personas (Ley 26.364); en el año 2011 respecto de los delitos de lavado de dinero (Ley 26.683) y finalmente, en el año 2016 (Ley 27.304), una masiva ampliación a los delitos de contrabando, explotación sexual, prostitución infantil y, lo que será terrible para una pretensa democracia; hacia los delitos contra la administración pública y contra el orden económico y financiero.

Más allá de los problemas puntuales que implica la materialización de institutos de esta naturaleza en un derecho penal (no) liberal, cuando esta problemática se aplica a funcionarios públicos, estaremos frente a verdaderas armas de persecución política, como puede observarse claramente en varios países de latinoamérica. Es claro que la utilización de un derecho penal no-liberal respecto de los delitos de drogas, fue la punta de lanza para luego ampliar esta metodología hacia muchos otros campos, transformando el trabajo del Poder Judicial, en algo que se aleja, con mucho, de un derecho propio de un Estado democrático de Derecho.

Cabe hacer otro señalamiento respecto del caso argentino: todos los delitos expresados previamente a los que se aplica este derecho que ya debemos dejar de llamar de emergencia, son competencia del Fuero Federal, lo que implica una concentración de poder asombroso. Mientras que este fuero gestiona su trabajo bajo un sistema puramente inquisitivo (Código Procesal Penal de la Nación) no cuesta demasiado imaginar la cantidad de poder que concentran los jueces federales, sin perjuicio de su íntimo y reconocido vínculo con los organismos de inteligencia (CELS, 2016: 141). Este cuadro de situación obliga a analizar si es posible sostener estas estrategias de investigación en el marco de una democracia.

La utilización de estos institutos en campos antes inexplorados, la injerencia de la DEA en Latinoamérica a través del discurso prohibicionista, la presión internacional por obligar a los Estados a sumarse a La guerra contra las drogas, permite afirmar sin temor a equivocarme que las políticas prohibicionistas, como la introducción de elementos de la emergencia (primero a través de este discurso, y luego su ampliación sistemática) se enmarcan en nuevos tipos de neo-colonialismo que, como siempre a través de la historia, declaman grandes objetivos que se contrastan trágicamente con la realidad en la que se ven envueltos los países que ceden soberanía, aceptando esta presión.

Esta crítica, no puede dejar de lado que efectivamente existen organizaciones, con múltiples influencias políticas y policiales que ven crecer sus arcas, en gran medida, gracias al prohibicionismo. Sin embargo, la política criminal que se dedique a perseguir a estas organizaciones no puede relajar, torcer o quebrar su sistema de garantías con argumentos eficientistas; así el medio termina por romper definitivamente con el sustento que da sentido al fin declarado.

Habiendo transcurrido más de sesenta años desde las obligaciones internacionales prohibicionistas, es momento de realizar un análisis real de las consecuencias de la aplicación de estas políticas bélicas, no sólo a nivel local, sino especialmente regional y verificar cómo con estas estrategias se pasa a una razón de Estado belicista que no permite que sigamos hablando de Estado sociales y democráticos de derecho; habrá que ser creativos, pensar de qué manera respetando la razón democrática se pueden perseguir organizaciones criminales dedicadas al tráfico: una política de reducción de daños de las sustancias (y del prohibicionismo) a la par de una administración estatal del negocio, seguramente podrían sincerar los debates dogmáticos en los que suele caerse al hablar de estas problemáticas. Sincerando la discusión, y analizando los datos de la realidad, podrían definirse nuevas políticas que, a la vez, estructuren una razón de Estado compatible con los preceptos democráticos.

Bibliografía utilizada

  • AMBOS, Kai y NUÑEZ, Noelia (2017). Marco jurídico internacional en materia de drogas. Estado actual y desafíos para el futuro, en AA.VV., Drogas ilícitas y narcotráfico. Nuevos desarrollos en América Latina., Bogotá: Fundación Konrad Adenauer.
  • BARATTA, Alessandro (1991). Introducción a una sociología de la droga, en AA.VV., ¿Legalizar las drogas? Instrumentos técnicos para un debate, Madrid: Popular.
  • BARRIUSO, Martín (2000). Las Naciones Unidas y la política internacional de control de drogas, en AA.VV., Drogas. Cambios sociales y legales ante el tercer milenio, Madrid: Dykinson.
  • CELS, Centro de Estudios Legales y Sociales, Derechos Humanos en la Argentina, Informe 2016, “El sistema de inteligencia en democracia. Una agenda de derechos humanos.”, p. 141.
  • Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación Argentina (1993), 30° Reunión, continuación de la 4ta sesión ordinaria de prórroga (especial), Buenos Aires: Dirección de información parlamentaria.
  • ESCOHOTADO, Antonio (1996). Historia elemental de las drogas, Barcelona: Anagrama.
  • EDWARDS, Carlos E. (1996). El arrepentido, el Agente Encubierto y la Entrega Vigilada, Buenos Aires: Ad-Hoc.
  • FERRAJOLI, Luigi (2011). Derecho y razón, Buenos Aires: Trotta.
  • MANSILLA, Juan Carlos (2014). Nacimiento y crisis del prohibicionismo en AA.VV., Un libro sobre drogas, Buenos Aires: El gato y la caja.
  • MANZANO, Valeria (2014). Política, cultura y el “problema de las drogas” en la Argentina, 1960 – 1980s, en Apuntes de investigación CECYP, vol. 24, N° 1, Buenos Aires: 51-78. Recuperado en 06 de mayo de 2018, de http://www.scielo.org.ar/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1851-98142014000100003&lng=es&tlng=es.
  • MIRÓ, Gabriel (2014). Daño social y políticas del Estado: un análisis de las políticas de drogas como causantes de grave daño social, en Revista Crítica Penal y Poder N° 7, Barcelona: OSPYDH.


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