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Caleidoscopio de las intervenciones en crisis

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Leonardo Ghioldi[1]
Vanesa Jeifetz[2]

El caso de Chano Carpentier volvió a poner en debate, la dificultad en la implementación de la Ley Nacional de Salud Mental 26.657, en lo que respecta a las internaciones de tipo involuntarias, modalidad que fue re-creada por esta ley, reconvirtiendo los históricos antecedentes legislativos de internación involuntarios.

En relación a este tema específico, nos proponemos realizar algunas reflexiones:

En primer lugar, esta reconfiguración de las internaciones involuntarias, a partir de la Ley de Salud Mental, constituyó un gran desafío, por varios aspectos:

a-. la conformación de equipos interdisciplinarios, en contraste a la histórica delegación en el campo de la psiquiatría

b-. el pasaje de la potestad del poder judicial para realizar este tipo de acciones, a la potestad y soberanía de los equipos de salud mental

c-. la indicación de la acción terapéutica involuntaria al aquí y ahora y ya no, a una potencial peligrosidad.

En este sentido no podemos negar el poder que, como actor social, ha tenido y tiene el poder judicial sobre las vidas de las personas. Previo a la sanción de la ley, se daba que algunxs pacientes recurrían ellxs mismxs a la justicia para pedir su internación y de ese modo, sentirse más segurxs de permanecer en la misma. Este acto, les funcionaba a modo de límite a sus propios impulsos de abandonar los tratamientos.

También era habitual, ver en los servicios de salud mental, pacientes que llegaban con una orden judicial en mano, solicitando internación en contra de su voluntad, externalizando la decisión de internarse y cumpliendo con un mandato a tratarse, cuya eficiencia ha sido objeto de profusas disquisiciones.

Estas situaciones -entre tantas- muestran a las claras, el poder simbólico sobre el cual opera el engranaje judicial sobre las personas, sus conductas y sus cuerpos.

Ante el caso de Chano Carpentier, nos preguntamos: ¿por qué el equipo de salud mental no se ciñó a la ley? Efectivamente las descripciones convergen en señalar, en que cedió la intervención y gestión de la crisis, en las fuerzas de seguridad.

Podrá decirse que entre la literalidad de las leyes y su implementación, existe una distancia. En algunas, esta distancia se acorta, en otras se expande y en algunas más se distorsiona.

Al sancionarse la Ley Nacional de Salud Mental en el año 2010, era esperable una modificación en la modalidad de actuación profesional histórica y tradicional, y que no se observaba -en términos generales- dentro de nuestro sistema de salud. Está dicho que modificar las prácticas profesionales no resulta fácil, sea que estemos a favor o en contra de las legislaciones vigentes. Particularmente, en el campo de la salud mental, observamos que esta modificación se torna más difícil e indefinidamente postergada. Nos preguntamos: ¿por qué un/a cardiólogx no duda en intervenir ante un paciente con un infarto e intenta reanimarlo? ¿por qué un/a cirujanx opera a un paciente de urgencia, ante una hemorragia digestiva? En los dos casos, las intervenciones médicas son altamente invasivas. Sin embargo, nadie cuestiona por qué el/la profesional las realiza y hasta se valora positivamente, que lo haga.

En el ámbito de la salud mental, no sucede lo mismo. Realizar intervenciones que sean invasivas para lxs pacientes, nos cuestiona y resulta perturbador de nuestra ética profesional; sobre todo, en razón de creer que estamos contrariando el espíritu autonomista de la Ley de Salud Mental, al realizar actos de coercitividad que nos estarían vedados. Hay intervenciones que nos resultan indudablemente gratas, como escuchar a un paciente, sin embargo, otras nos resultan francamente ingratas, tal como tener que realizar una contención mecánica.

Lo antedicho se puede clarificar observando la situación de involuntariedad y desagregándola, en términos de una ecuación de derechos: lo que allí se juega -en el riesgo cierto e inminente diagnosticado- es la salud y la vida de las personas y éste debe ser, el bien jurídico superior a ponderar. Es decir, vida en riesgo habilita a limitar -provisoriamente y en condiciones muy cuidadas- el derecho a la libertad. Esto no significa ni podría entenderse como un menoscabo a este último o al derecho a las acciones privadas; sino que una vez diagnosticado objetivamente el riesgo cierto o inminente, el valor vida ya está en cuestión y -por esos instantes- el valor libertad, cede provisoriamente en pos de preservar el primero.

Los equipos de salud mental, no están llamados a actuar en dichas situaciones, en modo heroico o poniendo en riesgo sus vidas, pero tampoco pueden delegar una intervención -que es una actuación profesional- tan delicada, en manos de una fuerza de seguridad que por formación, no cuenta con los conocimientos y nivel de incumbencias de lxs profesionales de la salud.

Seguramente nos debemos, desde hace más de 10 años, el debate de cómo trascender al par opuesto externación-internación involuntaria; para ello es necesario e imprescindible que lxs funcionarixs responsables, cumplan con lo dispuesto en la ley y generen los dispositivos intermedios que disminuirían la gran cantidad de situaciones de riesgo cierto e inminente, que se presentan a diario y posibilitarían múltiples alternativas, a los desgastados equipos de urgencias en salud mental.

Efectivamente la creación de instancias de hospitales de día, equipos de salud mental domiciliarios, así como un enérgico despliegue del trabajo social, es lo que la ley da como presupuesto básico para su concreción: la política de no generarlos, la vacía de contenido y genera un abandono de lxs pacientes, logrando subvertir su objetivo pro derechos, en una vulneración de los mismos, no respetando el Art.7 de la ley, donde se remarca el derecho a recibir asistencia sanitaria y no una intervención por fuerza de seguridad prevista para otra índole de coyuntura.

Los equipos de salud mental, no pueden intervenir en estas situaciones tan complejas y graves con una obligación de cura y resultado, pero siempre su acción, sea acompañados, custodiados o en equipo con las fuerzas de seguridad, será -siempre y por definición- más terapéutica y adecuada, que aquella que la policía pueda realizar por sí sola.

La ley prevé que una vez diagnosticado el riesgo cierto e inminente, la estrategia terapéutica a seguir, es automáticamente la involuntarización; es decir no es optativa la decisión, sino que es nuestra obligación, como profesionales de la salud mental. De allí la importancia trascendental de que dicho diagnóstico sea riguroso, objetivo y contundente, dado que no existe una semi involuntarización: la ley ubica solamente dos opciones contrapuestas. En tal sentido, lxs psicólogxs y psiquiatras cumplen un rol fundamental, pues son lxs responsables de definir dicho riesgo, en términos psicopatológicos y en articulación, con el cuerpo teórico de ambas incumbencias profesionales.

Dicha tarea, atributo de los equipos interdisciplinarios, establecerá la conducta que lxs profesionales desplegarán, para llevarla a cabo en forma proporcional al riesgo que presenten las conductas de lxs pacientes. Es decir que el modo en que se llevará a cabo la involuntarización, será directamente proporcional al riesgo presentado, siendo por supuesto la menor posible en términos de no dañar, pero de ningún modo insuficiente, frente a la posibilidad de daño existente.

Así planteado resulta evidente entonces, que esta índole de intervenciones, es sumamente compleja y por ello, requiere que sea exclusivamente ejecutable por los equipos especializados en salud mental, frente a los cuales, tanto el poder judicial como las fuerzas de seguridad, debieran ubicarse como colaboradores o acompañantes.

Necesitamos profesionales de la salud mental, comprometidos con la tarea y con el sufrimiento psíquico de lxs personas que nos consultan, de modo de poder garantizar tal como plantea la ley, los abordajes más adecuados, que intenten aliviar dichos malestares. Es nuestra obligación.


[1] Psiquiatra, Legista –UBA. Vice decano a cargo del Cuerpo Médico Forense de la Justicia Nacional

[2] Psicóloga y Magíster en Salud Pública – UBA. Integrante de Reset – Política de drogas y derechos humanos. Docente Cátedra II Salud Pública/Salud Mental Facultad de Psicología UBA

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