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Jorge Paladines: “Hay que descolonizar a la policía, sacarle el chip de la war of drugs”

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Por Alejandro Miguez
Integrante de RESET – Política de Drogas y Derechos Humanos.

En esta segunda parte de la entrevista con el abogado y académico Jorge Paladines, hablamos sobre la situación de Ecuador en relación al régimen de fiscalización internacional, sobre el rol de las policías en las políticas de drogas (y cuál es el principal problema que plantea una eventual reforma) y la necesidad de la política de umbrales como un límite al poder punitivo. En esta parte, Paladines se explaya sobre las contradicciones entre las enunciaciones de los gobiernos latinoamericanos en los congresos internacionales y sus políticas internas y sobre la influencia colonial en las praxis policiales.

¿En qué situación se encuentra la política de drogas en Ecuador en comparación con otros países?, ¿en qué situación se encuentra en los regímenes de fiscalización internacionales?

            Como ustedes saben, el régimen internacional de prohibición de drogas está básicamente conformado, por un lado, con lo que tiene que ver con las tres convenciones y, por otro, con lo que tiene que ver los órganos: la JIFE, la Comisión de Estupefacientes, la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito. Pero lo que se discute a nivel internacional corre una suerte que parece estar en una dimensión que muchas veces no es replicada, no sólo a nivel regional sino a nivel local. Dicho en otras palabras, sufre una suerte de tridimensionalidad: la global, la regional y la local. Sería bueno saber hasta qué punto lo que se discute en Viena se termina replicando a nivel de la política pública local. Claro, termina siendo replicado en países donde el nivel de discusión también está acompañado por el papel de las organizaciones de la sociedad civil, donde el nivel de discusión está  acompañado por la voluntad de los gobiernos y de los Estados, y donde el nivel de discusión tiene una relación mucho más directa con el régimen internacional y con la presencia de los Estados ahí. Por ejemplo, es interesante que previo a UNGASS 2016 –donde se discutió por tercera vez la política mundial en materia de drogas– pudo verse cómo países como Guatemala, México y Colombia incidieron en este debate, pero –luego– vuelve a aterrizar a las lógicas locales de nuestros países.  Se termina desfigurando, desdiciendo lo que se discute en Viena. Parece que pasando el Atlántico ocurre una especie de pérdida en el triángulo de las Bermudas de lo que se discute allá.

            ¿Cuántas jurisprudencias más necesitamos tener en América Latina para no perseguir más a usuarias y usuarios inocentes de drogas?, ¿cuántas sentencias 221 más en Colombia, cuántos fallos Bazterrica o Arriola más en Argentina?, ¿cuántas jurisprudencias más en México?, ¿cuántos artículos más en las constituciones, como en el caso de Ecuador? Resulta que da la impresión de que la tasa de encarcelamiento sigue in crescendo, que no se ha transformado la realidad en lo que tiene que ver  en los sistemas penales y, por supuesto, en Ecuador se dan dos características durante el gobierno de  Lenin Moreno: una de ellas es la relación que tiene su gobierno con el libre mercado, es decir, con la reducción del Estado a un Estado que casi se queda en los huesos, y esos huesos son el Estado policial; en lo que se sostiene el gobierno y el Estado neoliberal ecuatoriano es en la fuerza, en el monopolio de la violencia, y ahí las agencias de seguridad son muy fuertes. Por eso, el papel y la cooperación de los EE.UU en lo que tiene que ver por ejemplo con acuerdos y memorándum de entendimiento –que muchos no pasan por la revisión de los congresos o parlamentos, que muchos de ellos no pasan por el control constitucional que exige la Constitución de 2008– imprime la idea de  menos soberanía (y qué cosas serían comunes y qué cosas no, en el caso ecuatoriano actual de la política de drogas).

¿Cómo se manifiesta esa soberanía menor?

            Un ejemplo es cómo Ecuador está manejando el licenciamiento, precisamente, del cannabis.  Aquí da la impresión de que ocurre una especie de caballo de Troya; es decir, la histórica   demanda de colectivos de la sociedad civil, de usuarias y usuarios de drogas, de pacientes y familiares de pacientes, de personas que tienen otra perspectiva, que tienen enfoques fitoterapeúticos del cannabis, termina siendo asaltada por las corporaciones internacionales. Son estas grandes empresas  –que están en el norte global, indudablemente– las que terminan introduciéndose en nuestros débiles aparatos estatales y tomando la agenda histórica, la lucha histórica de los colectivos cannábios de nuestro sur, para  introducir su lógica de libre mercado, para introducir sus intereses mercantiles y usar el licenciamiento solamente para la producción, industrialización y comercio del cannabis con fines mercantiles (exclusivamente lucrativos). Con esto no quiero decir que los fines mercantiles tienen que ser proscriptos, en absoluto; lo característico es que tampoco terminan beneficiando a las economías populares y solidarias. Es decir: son fines que, lícitamente, también pueden ser usados para ayudar a  las economías locales, a miles de pacientes, de miles de productores, de autocultivadores –que podrían emplear sus propias experiencias para también desarrollar sus propias economías y emprendimientos. No, las transnacionales son las que ocupan un lugar central en el licenciamiento. Este es el gran denominador común, en nombre de la flexibilización del cannabis, de nuestros Estados –y en el caso concreto ecuatoriano, lo digo a partir del reglamento para la producción e industrialización del cannabis del Ministerio de Agricultura de 2020–; lo que termina sucediendo es que las transnacionales se introducen cual caballo de Troya en nuestras demandas, en las demandas legislativas, en el espíritu de la ley, en las constituciones para sus intereses corporativos. Y, claro, usan –en el caso ecuatoriano– el cielo, el suelo, el agua, el aire, la posición geográfica, cosas que no los beneficiaría en nada si lo hicieran en el norte global (la temperatura, las cuatro estaciones del clima les implicaría emprender con más costos de producción, en laboratorios, en invernaderos); los gastos se economizan en el sur global. Además de esto, el gran impacto ambiental del reglamento para el licenciamiento para el cannabis de menos de 1% de THC; el reglamento no tiene ni una norma, ni una disposición sobre el impacto ambiental. No hace responsable a las grandes corporaciones internacionales de si ellas van a utilizar pesticidas, si van a emplear técnicas agroindustriales altamente contaminantes (no solamente para el medio ambiente, sino también para la vida, la salud y seguridad de quienen sean trabajadores); estoy hablando de la experiencia de la industria florícora del Ecuador, que tiene un alto impacto ambiental y sobre la salud de personas que trabajan no solamente ahí, sino que viven en los entornos de las industrias o de las empresas florícolas del territorio ecuatoriano. En ese sentido entonces el gran denominador común es que, detrás de la agenda, de la lucha histórica por la liberación y el licenciamiento del cannabis, hay un fuerte interés de las corporaciones que asaltan ese discurso, que se toman el patrimonio y el capital simbólico del dolor incluso de pacientes, y lo terminan usando para sus propios intereses.               

            ¿Qué tiene que ver esto con la fiscalización? Hoy en día vemos cómo la Comisión de Estupefacientes vuelve a discutir sobre las listas, en este caso concreto sobre el papel del cannabis dentro de las listas, a efectos de que tenga un no reproche internacional, que las políticas públicas sean más flexibles. Y esta flexibilidad, insisto, termina beneficiando a las grandes corporaciones; es ahí donde tenemos que exigir no solamente vigilancia, tenemos que exigir –como colectivos de la sociedad civil– participación, que los estados comprometan y entiendan que la flexibilización del cannabis –a nivel de la Comisión y de las convenciones internacionales, a nivel de la discusión global, regional y local– tenga que traducirse en economías populares y solidarias y tenga que defender el autocultivo.  Proteger las economías y los emprendimientos de nuestros ciudadanos, de nuestros autocultivadores  con una agenda prioritaria ajena a los intereses transnacionales. En el caso ecuatoriano, algo que llama la atención  del reglamento es que no hay controles para la exportación; es decir, si nosotros revisamos la Convención de 1971 –que forma parte del régimen de fiscalización– Ecuador tendría que reportar (incluso como Estado) las formas en que se está exportando (incluso la resina) a la JIFE. NO hay ninguna norma, ninguna cláusula dentro de ese reglamento que diga cuál va a ser el papel del Estado en términos de estándares de calidad, nada de eso. Es decir, hay restricciones para que los productores locales puedan emprender en la producción de cannabis pero no hay restricciones para las transnacionales cuando tiene que llevarse el producto. Estoy hablando de exigirle que si ecuatorianos o ecuatorianas quieren emprender deben tener como mínimo cinco hectáreas y deben constituirse como personas jurídicas; estoy hablando de elementos que son plenamente característicos (y conocidos) por los intereses de las empresas, que impiden la realización de estos emprendimientos por parte de productores locales.        

¿Qué alternativas se pueden plantear para salir del paradigma prohibicionista y del –como lo denominó– sermón securitista?, ¿qué políticas son necesarias para dotar de coherencia a las políticas de drogas ecuatorianas?

            Alternativas existen muchísimas, experiencias interesantes, y me parece que cada país en América Latina (y nuestro sur global) comparte dinámicas muy particulares. Si bien algunas de ellas son comunes, también forman parte de sus formas de construcción, de su ciudadanía: en el caso brasileño, en el costarricense, en el mexicano, en el colombiano, que responden a sus propias tragedias. Pero hay algo que me parece común en lo que significa respuestas o alternativas, y yo he llegado a la conclusión de que no puede haber una reforma ciudadana de abajo, colectiva, progresista, sobre la política de drogas si no hay reforma policial. Detrás de la política de drogas está el gran interés corporativo, y el trabajo, insisto, de las corporaciones policiales. Esto implica que nuestras policías están históricamente entrenadas para la War of drugs; y aquí hay que tener mucho cuidado porque esto ocurre a nivel mundial, donde parecería que las mismas corporaciones policiales se dan un baño de progresismo y se lamen los dedos por emprender también en la liberalización o la reforma “progresista” de la política de drogas, se constituyen alianzas, se constituyen grandes clubes internacionales de policías progresistas en favor de la crítica de la guerra contra las drogas. Pero en el fondo algunas de éstas, no digo todas, lo que quieren es seguir manteniendo el control de la política de drogas. Y aquí hay una investigación interesante sobre cómo las reformas que terminan en manos policiales –incluso llamándose progresistas– no terminan de reformar los sistemas penales. Estoy hablando, por ejemplo, de la gran reforma australiana, de Nueva Gales del Sur, una reforma donde se empodera a la policía en el margen de decisión para determinar si una persona va o no a la cárcel por las cantidades de posesión (en el caso concreto de cannabis). La tasa de encarcelamiento terminó aumentando más que en los estados donde las policías terminan con marcos legislativos más rígidos. Es decir, a mayor discrecionalidad –en nombre de la reforma, de la liberalización de las drogas y en manos de la policía– las policías van a detener más. Es un insumo, un instrumento que ellos históricamente han trabajado.     Y aquí me parece que podemos echar mano a la palabra “descolonizar” a las policías. Cuando hablamos de reforma policial, en el caso concreto de la política de drogas, tenemos que desconolonizar a las polícías.

¿Qué implicancias tiene esta descolonización?

            Las policías están con el chip de la war of drugs. Por más que un gobierno emprenda reformas bajo otro ideal (incluso en lo que tiene que ver con la economía y al papel del Estado en las relaciones internacionales), mientras no sustituya el chip no va a cambiar. Y aquí algunos ejemplos, me voy a permitir tomar experiencias de otros países: el gobierno de Evo Morales –caracterizado por su compromiso con las y los ciudadanos y donde el discurso para descolonizar el Estado es muy fuerte, donde se expulsó a la DEA de Bolivia– no transformó el chip de sus agencias policiales en lo que tiene que ver con la guerra contra las drogas; siguieron siendo más represivas que nunca, en un país donde su Constitución consagra que la hoja de coca no es una sustancia sujeta a fiscalización (como lo dice la JIFE y el régimen internacional de drogas), en un país donde terminó aumentando la tasa de encarcelación preventiva en nombre, precisamente de la guerra contra las drogas. ¿Qué está pasando que no se reformó a la policía en ese capítulo? Y no solamente ahí, hablemos de los países socialistas: si hay un país que detiene más en nombre de la guerra contra las drogas con penas bastante altas, es Cuba; la DEA podría hacer un homenaje, entregarle un Oscar a Cuba por su papel protagonista  en la novela de la guerra contra las drogas (a pesar de que Cuba tiene un sistema socialista). Y ahí también está el caso de Venezuela –con una política internacional abiertamente contraria a los EE.UU, un país bloqueado económicamente, que sufre sus propias vicisitudes–, donde las policías son altamente persecutorias; no ponen en cuestión este elemento. Y el caso del Ecuador, que reprodujo no sólo esta característica dentro del gobierno progresista de Rafael Correa, sino también dentro del gobierno neoliberal de Lenin Moreno. Y es más, se crea el caldo de cultivo donde se perfecciona ese corporativismo; porque donde más entrenadas están las policías en América Latina es, precisamente, en la lucha contra las drogas. Aquí corremos el riesgo de perder a nuestras policías, de perder soberanamente el trabajo de nuestras policías porque terminan trabajando para las corporaciones y no para nuestros intereses. Entonces tenemos que generar una lógica ciudadana, soberana, en lo que significa la doctrina del trabajo político-criminal de las policías. En Ecuador nadie sabe de dónde viene la heroína que está matando  letalmente a jóvenes y a niños en las ciudades como Guayaquil, pero la policía ecuatoriana es muy eficaz, es muy eficiente, en determinar quiénes son las personas que en los aeropuertos llevan drogas hacia los EE.UU –país que, precisamente, está descriminalizando (en el caso de Oregon, todas las drogas sujetas a fiscalizacion). Entonces, creo que el gran paradigma que tenemos más allá de superar al prohibicionismo es reformar a nuestras policías. Darles un nuevo trabajo, una nueva tarea. Es hacer que la gubernamentalidad sea fundamentalmente civil. Cuando un gobierno civil es cooptado por el dicurso de la fuerza termina acorralado contra la pared. Y lo que va a terminar haciendo es reproducir esa lógica para lo que las policías están históricamente entrenadas, para perseguir a poseedores, usuarios, básicamente nuestros propios ciudadanos. Porque si hay algo característico en el caso ecuatoriano es que, por su posición geográfica, tiene decenas de pescadores pobre cooptados por las redes del narcotráfico que son encarcelados en prisiones flotantes de la guardia costera de los EE.UU y condenados por EE.UU. Algo parecido a la película Ben Hur, algo parecido a las prisiones flotantes de las galeras romanas, algo parecido a las prisiones flotantes del medioevo –cuando España, Portugal o la Corona inglesa se llevaban cientos de ciudadanos o deportaba a los suyos a otros continentes. La coherencia de la política de drogas tiene que ver con no solamente con los ajustes o reajustes que se puedan hacer en el plano semántico de la política pública, de la legislación, de la jurisprudencia, sino que también tiene que ver con el poder policial.  

¿Cuáles son las dificultades que se producen con una política de umbrales?, ¿qué conclusiones quedaron del sistema implementado en Ecuador?, ¿es necesario pensar una alternativa que no sea la utilización del sistema penal?

            Si hay algo que caracteriza a la relación entre el tráfico o posesión dentro de los sistemas penales es que no hay derecho penal. A veces confundimos derecho penal con punitivismo. El derecho penal es la posibilidad jurídica, dogmática, constitucional, de revisar, discutir y aplicar un estándar –por lo menos mínimamente común– en el sentido de la justicia, de los derechos humanos para evitar que un inocente sea condenado. Pero además es la posibilidad de desafiar una norma, una ley, un estándar que en el día de hoy está abiertamente en contradicción con las dinámicas y la pluralidad de formas de vida. El derecho penal es eso. Y precisamente, insisto en esta parte, porque lo que menos hay es derecho penal. Hay un jurista muy interesante –que no ha sido traducido, lamentablemente, al español– que vivió y padeció durante los primeros años del nacionalsocialismo y que escribió sobre una contradicción –una dinámica estatal que se da y que se produjo entre el estado nacional-socialista y el estado, supuestamente, de la República de Weimar que lo antecedía–; este jurista se llamó Ernest Frenkel y escribió un libro llamado “El doble Estado”: aquí habla de dos Estados, un Estado de normas –que es el Estado de los derechos humanos, de los códigos penales, de la retórica, de lo semántico–  pero también habla de un Estado de medidas, administrativo, ejecutivo. Y ese Estado de normas es el  que podemos encontrar en la jurisprudencia, en las sentencias, en los considerandos, en los antecedentes, en el preámbulo de las leyes, que no es escandoloso, que más o menos se compadece con el lenguaje moderno de los derechos humanos. Pero ese es un plano lírico, que siempre ha existido –incluso en momentos del nacional-socialismo. Si uno excava un poco más en esa tensión que se da entre la posesión (e incluso el tráfico) con los sistemas penales, lo que va a encontrar aquí que lo que existe en la justicia penal es una funcionalización de ella para las policías.

            Lo que tenemos que trabajar es despolicializar al derecho penal, en despolicializar la justicia penal, es despolicializar a la política de drogas, en despolicializar a los Estados, en despolicializar a la política, en despolicializar a la ciudadanía. No quiero que esto caiga en una especie de abolicionismo,  no; además, yo creo en el abolicionismo en muchos capítulos. Pero lo que si digo es poner una crítica  e inaugurar un nuevo capítulo en las críticas del papel de las policías en América Latina. Y sobre todo en lo que más entrenada están: en la política de drogas, y su relación con el trabajo de detener en nombre de la war of drugs.Por eso, la política de umbrales, las cantidades umbrales cumplen una función atenuante, interesante, emergente, cortoplacista, urgente. No es una solución mientras no se discuta –a nivel no solo normativo, sino estructural– que nuestras sociedades no deben criminalizar a una persona que libremente quiera usar, fumar, inyectarse informadamente con asistencia del Estado (cuando quiera proveerlo); que le garantice las condiciones de autocultivo, que haya una producción local. Porque además da la impresión de que lectura de la reducción de daños deja un poco de lado esta discusión, deja un poco de lado la crítica al capítulo del Estado policial que está detrás de la política de drogas. ¿Porqué? Uno puede encontrar que una sala de consumo en nombre de la harm reduction es una forma donde el Estado da prestaciones sociales para que una persona no se destruya más (y que pueda ejercer el libre desarrollo de la personalidad), si; pero desde la perspectiva del  estado policial es una forma de quitarlo del espacio público, es una forma de controlarlo también. Es una forma de que lo haga en lugares cerrados y no al libre albedrío y no a la libre percepción de los demás cuidadanos. Es decir, esconder el consumo. Yo sé que esto puede sonar un poco atrevido,  pero lo que estoy diciendo es que la política de umbrales es necesaria, no es la solución pero es necesaria mientras los Estados no discutan la crítica estructural de la política de drogas. Hay una crítica superficial que es la que recorre el mundo y América Latina, pero mientras no lleguemos a discutir esa política estructural necesitamos de umbrales porque lo que hacen es crear fórmulas. Son fórmulas técnico-políticas, un 50% técnica y un 50% política, que protege a las personas usuarias para impedir que éstas sean llevadas como inocentes a los sistemas penales. Funcionan como márgenes de tolerancia, pero no discuten en sí el pragma y, sobre todo, el fundamento jurídico-dogmático de la posesión. Sigue siendo un elemento que puede ser considerado como constitutivo de anti-juricidad, es decir: sujeto al reproche del Estado y de la sociedad. Por eso son necesarios, pero no son la solución estructural mientras no discutamos el papel de las policías en la relación entre el derecho penal y la política de drogas.

            En síntesís, necesitamos un nuevo capítulo en el debate en América Latina. Siento que lo hace es, nuevamente, reproducir como el patio trasero las migajas de las discusiones de otros países, de otros continentes y lo que necesitamos es aterrizar en nuestras propias experiencias, en nuestro propio dolor. De nuestro propio dolor es porque acá ponemos los muertos, las necesidades, acá están los presos, las desigualdades. Lo que se discute en otras partes bajo el lenguaje liberal de los derechos es, básicamente, repartirse la renta. La discusión parte de la renta de las drogas, pero en nuestros países –más aún donde la pobreza está siendo profundizada como consecuencia de la pandemia del coronavirus– está la posibilidad de que detrás del uso y consumo de drogas también haya una economía que permita la supervivencia de familias, de usuarios. Que el Estado tenga otro tipo de visión, no solo neoliberal (como ha sido en el caso del licenciamiento del cannabis) sino social. En ese sentido me pegaría más a la experiencia uruguaya que a la canadiense –o a la que se está revisando incluso en EE.UU. Nosotros tenemos nuestras propias tragedias.

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