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Defender no siempre es solo defender: a veces es resistir una política de drogas que prefiere encerrar antes que entender

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Una historia que podría ser cierta

Por Noelia Galera, integrante de RESET.
Abogada (UBA). Magister en Derechos Humanos, Estado y Sociedad (UNTREF)

Supongamos que una persona lleva años atrapada en una adicción. Empezó joven, a los 16, cuando nadie piensa en el futuro y todo duele más. Ahora tiene 40, su rostro y su forma de hablar cargan todavía con los resabios de esa historia. Supongamos que un día es detenida, buscada por una causa que no hace a la historia, y que al momento del arresto intenta soltar, como puede, un envoltorio con cocaína: no mucho, no poco, ochenta gramos. Quien tiene un consumo problemático no compra cada vez que necesita, compra cuando puede y lo que puede. No se trata de un producto que se consigue en una góndola. Para comprarla no hay horarios, ni garantía, ni abastecimiento regular. Si hoy el dealer tiene, se compra, porque tal vez mañana no esté o no quiera vender. Y porque, a veces, buscar otro vendedor no es tan fácil, ellos también se cuidan y seleccionan a quién venderle. Sabiendo las reglas del juego, quien consume se anticipa. No por codicia, sino por miedo. Miedo a quedarse sin, a enfrentar el temblor, a mendigar, a transitar, solo, el infierno del cuerpo que pide y no tiene. Ahora está encerrado. No por lo que hizo, sino por lo que carga. En la cárcel le dan alprazolam y quetiapina. Tiembla y vomita. La desintoxicación no es tratamiento sino castigo y nadie pregunta por qué llegó hasta ahí.

Por un lado, el Estado en esos 80 gramos de cocaína sólo parece ver el delito y la oportunidad de contar un caso más. Propone una condena que quiere cerrar rápido, ofrece dos años en suspenso y una hoja más en la estadística. Del otro, en la defensa, hay alguien que se niega, no quiere rubricar con su firma una historia narrada al revés. No ve en la persona a un delincuente, sino a alguien enfermo por eso se planta y dice: esto no puede arreglarse con el derecho penal. La persona soy yo y esta historia, que podría ser ficticia, bien podría ser cierta. El resto, lo dejo a tu criterio.

La contradicción que aparece no es menor ni casual. Es estructural: es la hipocresía brutal de un Estado que con una mano promete salud y con la otra firma condenas. Porque, por un lado, la Ley N.º 26.934 establece el Plan Integral para el Abordaje de los Consumos Problemáticos (Plan IACOP), que define al consumo que afecta la salud física, psíquica o las relaciones sociales como un problema sanitario. No importa si hay sustancias de por medio o no. Es salud. Es asistencia. Es derecho. Incluso el propio Programa Médico Obligatorio lo reconoce garantizando cobertura integral y gratuita en todos los niveles. Pero, contrariamente, ese mismo Estado que firma la ley y diseña el plan, juzga, procesa y condena a quien consume sustancias como si tuviera plena libertad para elegir. Como si pudiera decir que no. Como si el consumo fuera una travesura o una anécdota y no una necesidad que duele. Esa lógica es irrazonable. Porque no se puede decir que se trata de una enfermedad y castigar a quien la padece por sus síntomas, ni se puede prometer atención médica y ofrecer, en su lugar, una celda.

Y ahí estoy yo. Triste. Frustrada. Con el legajo en la mano y el cuerpo lleno de preguntas. Porque no se trata solo de firmar o no firmar. Se trata de lo que implica rendirse ante un sistema que responde con castigo a quienes gritan ayuda. Se trata de mirar a alguien que no eligió enfermarse y aceptar que su futuro se achique a un número de legajo, a una condena simbólica, pero letal…

Si decimos “sí” al juicio abreviado. Si firmamos esos dos años en suspenso como si fueran una solución, entonces lo estamos marcando para siempre. Porque una condena, aunque no implique cárcel efectiva, es una puerta que se cierra. Es estar fuera del sistema, es llevar en la espalda una marca que dice “no confiable”, “no apto”, “peligroso”. Es quedar excluido del trabajo formal, donde te piden certificado de antecedentes penales sin observaciones. Es decirle que, aunque logre salir del consumo, aunque quiera empezar de nuevo, el Estado ya decidió que no se lo merece empujándolo de nuevo al mismo círculo del que supuestamente queremos que salga.

Tal vez sea hora de decirlo sin rodeos: la política de drogas necesita actualizarse, aggiornarse al bagaje normativo que ya tenemos. Porque no puede ser que el Estado siga castigando con penas de hasta seis años de prisión a quien simplemente posee una sustancia, sin que quede fehacientemente acreditado que no era para su consumo personal. Cuando no hay daño a terceros, cuando no hay riesgo concreto para nadie más que para la propia persona, aplicar el derecho penal no solo es desproporcionado, es inconstitucional.

La Corte Suprema de Justicia de la Nación ya lo dijo en el Fallo Arriola: el artículo 19 de la Constitución protege las acciones privadas que no afectan a terceros. Y si no hay afectación, si lo único que hay es consumo —o la duda razonable de que lo haya—, el castigo lesiona ese derecho con la misma intensidad que lo haría penalizar la tenencia para consumo de manera directa. El punitivismo no puede ser el reflejo automático. El derecho penal debe ser la última herramienta, no la primera. Porque cuando el Estado responde con castigo donde no hay daño, no protege, abandona. Y abandonar no es justicia.

Y, sin embargo, no estoy sola. Cada vez somos más quienes defendemos desde otro lugar. Quienes nos negamos a repetir fórmulas vacías que encarcelan el dolor y patologizan la pobreza. Quienes creemos que defender no es solo ejercer un derecho técnico, sino levantar la voz frente a la injusticia estructural. Porque también hay otra forma de hacer justicia: una que no castigue lo que no daña, una que mire de frente, una que escuche antes de encerrar.

Tal vez esta historia no sea real. O tal vez sí. Si fuera cierta, me estaría doliendo. El dolor puede empujar a escribir estas líneas. No hay nada fácil en ver cómo se criminaliza a alguien que necesita ayuda. Nada fácil en sentir que el sistema opera como si el daño no importara, como si la vida de una persona pudiera reducirse a una estadística más.

Necesitamos, de una vez por todas, construir una política de drogas que no castigue la pobreza ni la enfermedad. Que deje de responder con barrotes lo que pide acompañamiento. Una política eficaz, sensata, humanitaria. Que mire con perspectiva de derechos humanos, no con ojos de sospecha. Dicen que luchan contra el narcotráfico, pero las celdas se llenan de los de siempre. Nunca de los que mandan.

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